Espías y Traidores (1). Llegada de Jorge Juan y su estancia en Madrid

BLOG - 05-02-2019

Espías y Traidores (1). Llegada de Jorge Juan y su estancia en Madrid

José María Sánchez Carrión

Dr. Ingeniero Naval

Socio de Honor de la Asociación de Ingenieros Navales

Académico de número de la Real Academia de la Mar

Presidente de la Fundación ingeniero Jorge Juan

 

5 Febrero 2019 - Post nº 18

 

1. Llegada de Jorge Juan a París y sus relaciones con la Academie des Sciencies

La fragata francesa Liz en la que viajaba Jorge Juan hizo ancla, a sin novedad, en Brest el 31 de octubre de 1745. Desde allí le pareció conveniente no perder esta ocasión de pasar a París[1] donde pudo, a pesar de una débil resistencia de La Condamine, acudir a las sesiones y participar en discusiones científicas de la Academia. Allí conoció a Cassini de Thiry, Marian, Clairaut, Reamur o Le Caille entre tantos otros famosos sabios y científicos.

 

En sus participaciones comunicó (.) a los de la Academia Real de las Ciencias sobre algunas particularidades concernientes (principalmente) a la Aberración de la Luz, y los efectos de esta notados en las estrellas fijas (como) se había observado en la provincia de Quito. 

 

Por todo ello, en sesión de 22 de enero de 1746, días después de cumplir treinta y tres años, fue aceptado como miembro de la Academia de Ciencias en reconocimiento de elevada contribución al progreso de la Ciencia:

 

2. Estancia en Madrid

Nuestros expedicionarios llegan a Madrid con pocos meses de diferencia (Juan lo hizo el 13 de abril y Ulloa el 25 de julio de 1746). Patiño había muerto hace algún tiempo y Felipe V acaba de hacerlo en aquellos días.

 

En estos primeros tiempos de Fernando VI, con su Zenón de Somodevilla y Bengoechea, Marqués de la Ensenada, parecía que la Corte mantendría sus hábitos y que nada podría cambiar. Sin embargo, el destierro de Isabel de Farnesio a Aranjuez[2] y la impronta que impuso la nueva Reina, Bárbara de Braganza, y su amor por las bellas artes auguraba muchos e importantes cambios. Pero en esos momentos todo se mantenía igual.

 

La llegada de aquellos expedicionarios embarcados por Patiño y su decisión de iniciar el desarrollo científico, el país y sobre todo la Armada, parecían haberse olvidado. De hecho, nadie parecía recordar la importancia dada a la misión científica[3].

 

El Madrid que se encontraron Juan y Ulloa, como Villa y Corte, con una población de unas 160.000 personas, tenía una extensión de unas 15.500 varas cuadradas, rodeada de bosques y huertas. Era sucia, ruidosa, maloliente y desagradable. Sus calles estaban sin urbanizar y en ellas se intercalaban confortables residencias palaciegas con míseras y ruinosas viviendas, aunque ambas sufrían los efectos de la falta de canalización de las aguas, ya fuesen grises o negras, es decir, soportaban la pestilencia y sorteaban las mismas inmundicias. Los reales sitios, el Retiro, la Casa de Campo o El Pardo, eran los únicos oasis de verdor en aquella desierta planicie.

 

Además, ese Madrid integraba una sociedad de grandes contrastes sociales y muy distintas sensibilidades. La sociedad cortesana mantenía, heredada de la Farnesio, sus maquinaciones, intrigas y pasiones políticas y personales. La envidia, las ansias de medrar, conseguir poder y estar cerca del Rey o la Reina, que también tenía su camarilla, hacían incrementar el sistema clientelar a distintos niveles.

 

Sin embargo, Madrid que tanto desilusionó a Ulloa que llegaba de Londres[4] o a Juan que lo hacía desde París, vivía una cierta parte erudita en las letras, filosofía o teología, aunque alejada de las disputas de fraile; pero esos eruditos no apostaban por el conocimiento de las ciencias aplicadas y  con ello superar el atraso secular de España, con ello aquel proyecto de Patiño de incorporación el mundo sofisticado y clasista al progreso e ilustración de Patiño había desaparecido y solo le preocupaba  espiar a amigos o enemigos, desprestigiar al adversario con el fin de revertir la confianza del real[5].

 

La Reina convenció a Fernando VI para que poco a poco cambiara la Corte para que fuese una “ciudad esponja”. Con ello las más preclaras inteligencias eran atraídas, no tanto por centralismo borbónico o el nepotismo ilustrado, sino porque era el único lugar donde se podía hacer política y lucir las prendas de la inteligencia o de la sensibilidad en la cercanía del rey al amparo de instituciones, tertulias o academias[6].  Todo ello tenía un riesgo: la orden de destierro de Madrid que suponía el fin de una carrera y una condena al ostracismo.

 

Juan y Ulloa eran simples guardiamarinas cuando fueron seleccionados por sus conocimientos (Ulloa lo fue en segunda opción), pero embarcaron como tenientes de navío, sabios sí, pero con limitada amplitud y experiencia y “novatones” y pipiolos, de los que La Condamine diría a Voltaire que solo llevan al Perú el amor a la física de pacotilla, y este escribío a Forment que entre las exigencias españolas para autorizar la expedición, el Consejo de España ha nombrado a algunos pequeños filósofos españoles para aprender el oficio con los nuestros.

 

Cuando vuelven lo hacen como reconocidos científicos y miembros de las más prestigiosas academias de ciencias, Juan trae nombramiento de la de París y Ulloa[7] de la de Londres. Durante los años en Quito se forjaron una personalidad impecable y, por su trabajo bien realizado, ganaron el respeto y consideración del mundo científico. Todo el mundo debe entenderse menos en esa España alejada de la Ilustración que se encontraron a su vuelta.

 

Los dos amigos, a los que la historia ha magnificado sus aciertos y minimizado sus discrepancias, se encuentran con el tortuoso camino de la burocracia palaciega para llegar a Ensenada. Los cortesanos están demasiado preocupados en su propio futuro para atender a dos oficiales medio-indios, que dicen haber medido no sé qué en el Virreinato del Perú y haber descubierto no se sabe qué nuevo metal.

 

Juan, que ha llegado primero, ve pasar el tiempo sin que nada suceda. La muerte repentina de Felipe V casi coincide con su vuelta de Zaragoza, donde fue a recibir la encomienda de Aliaga (lengua del Reino de Aragón). Es posible que contemple su vuelta a Malta, pero antes de dar el paso va a visitar a José Alfonso Pizarro, marqués de Villar, con quien había coincidido en la campaña contra Anson y le recomienda que no tome ninguna decisión hasta hablar con Ensenada y ofrece su intermediación, pero parecía no dar fruto.

 

A principios de 1742, se produce el encuentro entre Ensenada y Jorge Juan. Hay quien asegura que se habían conocido en Cádiz, sin embargo, Patiño se llevó a Ensenada a Madrid antes que llegase Juan a la capital gaditana para sentar plaza de guardiamarina. Las manifestaciones del ardor por ensalzar las relaciones Ensenada-Juan son, a veces, tan burdas como la señalada. 

 

Los antiguos alféreces de navío habían conseguido en la secretaría sus ascensos a capitanes de fragata y, unido a las alabanzas de Pizarro, decidieron a Ensenada a recibirlo[8]. Pero ninguno considera que este ascenso compensase los que le hubiesen correspondido de estar en “activo” en la Armada, ya que muchos de sus camaradas de la academia ya eran capitanes de navío. Partieron de Cádiz como paladines y al volver se encontraron la cola de su promoción. No debía ser agradable comprobar que sus esfuerzos y sufrimientos no quedaban reconocidos. Ya deberían sospecharlo, porque ningún ascenso les llegó a Quito. La Armada seguía considerando condiciones indispensables para ascender la navegación y el comportamiento heroico.

 

Ya han aparecido las divergencias entre José de Carbajal y Lancaster, que venía a ser el Primer Secretario, y Zenón de Soldevilla[9] que sería el dueño de casi todo. El interés por las ciencias y la ilustración, que tan fuertemente están arraigadas en Francia y que importó Felipe V, empieza a moverse. Ellos lo sienten porque les ordenan escribir sus memorias, Juan empieza sus mediciones astronómicas intentando calcular las coordenadas de la Corte; Ensenada quiere aprovechar sus conocimientos para elaborar un plano de España en donde ubicar su Catastro y establecer una red de comunicaciones con los caminos reales y radiales.

 

Algo se empieza a mover en esa corte que pudo haberse estancado en la mediocridad, si no es porque Ensenada inicia la reconstrucción de la Real Armada, basada en el cambio de la política exterior del Monarca: amigos con todos, enemigos con ninguno. Enseñada le daría a aquella política el nombre de la paz armada, lo que significaba que había que armarse para hacer la guerra cuando acabase. Esto significaba poner en marcha la construcción de arsenales, caminos radiales, fábricas, formar un plano de España y disponer de excelentes profesionales a fin de preparar la Real Armada como una potencia que, aunque no fuese superior a Inglaterra ni pudiese derrotarla, bastaba, al menos, para ser capaces de limitar sus ansias expansionistas y comerciales.

 

Ensenada, con escaso realismo, supuso que lo conseguiría con una flota de cuarenta navíos que pretendía construir de ocho navíos, para ello a la vez que ponía en marcha la construcción de los arsenales, ordenó la realización de un diseño para esos primeros cuarenta buques anuales que debían empezarse cuando tuviese la madera cortada, acopiada y seca en los astilleros. En ese mismo tiempo tenían que acabarse las obras de los arsenales[10] y construirse los buques; para Ensenada se debía empezar de cero ya que, en su gran contradicción, estaba convencido que no había ni de los unos, ni se tenía de los otros.  Mi reflexión es ¿si no confiaba en los constructores, por qué les encarga diseñar, cortar y preparar las maderas para las nuevas construcciones?

 

Es posible que al hablar de “constructores navales” se refiriera a los técnicos capaces de construir los arsenales, los muelles, gradas y diques; porque buenos constructores había: estaban los guipuzcoanos, Donesteve o Artueta, o los franceses, Autrán o Boyer, que ya habían construido tres navíos en Sant Feliú de Guíxols y todos ellos eran, además de buenos constructores, matemáticos, marineros hábiles y artesanos eficientes. Esta sensación todavía la tiene en su Representación al Rey en 1752, al que señala que era n


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